Tarde de primavera
El padre Fabián está acostumbrado al aroma del lustra muebles y a la luz tenue del confesionario. Pasa horas enteras allí escuchando las miserias de su grey, las quejas y pecados de personas de todo tipo; las lágrimas de cientos de hijos pródigos volviendo a casa; fortalezas de vicios derribadas con el poder del Cielo. Cada tanto, personas misteriosas abrían la rechinante puerta de madera, se sentaban frente al clérigo y lo sorprendían con planteos insólitos, agresiones o humillaciones. El padre Fabián ha visto de todo en sus treinta años de sacerdocio. Aunque no se siente anciano, ya peina canas y siente pequeños achaques. Ha adquirido sólida experiencia en el confesionario y profunda sabiduría para aconsejar a las almas. Esta tarde de primavera se siente cansado, pero resuelto a cumplir su labor.
La puerta rechina y entra alguien. El padre levanta la vista del breviario y ve a una anciana de cabello lacio, largo y canoso que cae sobre los hombros, de mirada indescifrable, entre perdida y lúcida. Se sienta frente a él y se saludan.
—Buenas tardes, ¿Cómo está? —dice el sacerdote.
—Hola, padre. Buenas tardes. Bien ¿y usted? —habla con tono cordial y voz gastada pero dulce, como un mural hermoso agrietado por el paso del tiempo.
—Muy bien, gracias por preguntar—dice sonriendo y luego se pone meditativo, bajando la vista hacia sus manos entrelazadas—. Dígame, hija, ¿De qué le quiere pedir perdón a Dios?
La anciana respira profundo antes de hablar.
— ¿Vio a Tini Stoessel? Yo no le creo nada de su carita de inocente. No, no, no. Yo creo que ella es la encarnación de la diosa Isis, y no creo que tenga esa sonrisa usando ese enjuague, ese nuevo que venden en la tele. Ella no es normal. ¿Eso es juzgar?
El padre levanta la mirada. Cuando ve la cara de seriedad de la señora, se da cuenta que no está bromeando, sino que desvaría. Suspira y vuelve a bajar la vista. La anciana prosigue.
—En realidad, yo nunca dejé de ser virgen, padre, pero a veces pienso que perdí un poco la virginidad en un sueño que tuve. Pido perdón—medita dos segundos y luego levanta la voz—. ¿Cómo puede ser que en este país los ricos le saquen a los pobres y nadie haga nada? Cuando yo era joven, con mi sueldo de lavandera le pagué la universidad a Facundo. Ahora está casado, y no tiene nada que ver con las cosas que hace ese Ricky Martin—pronuncia la frase con gesto de escandalizada.
—¿Facundo es su hijo?
—Sí, sí. Tengo cuatro hijos yo. Todos con el mismo hombre, padre, como debe ser. Casada por Iglesia Católica Apostólica Romana y viuda por Iglesia Católica Apostólica Romana.
Virgen con cuatro hijos y viuda por Iglesia, piensa el padre conteniendo la risa, esforzándose por ser fiel a su ministerio. Respira hondo y pide ayuda en oración. Hace ademán con la mano para que la viuda continúe.
—Me apena mucho decir esto, padre, pero antes de ayer estaba viendo un documental sobre la guerra.
La anciana detiene su relato.
—¿Y cuál es el pecado de eso, hija mía?
—Me hice caca y mi hijo me retó. Y ahora me escapé, y me va a volver a retar. ¿Habrá perdón para mi alma?
Los treinta años de ministerio le habían dado experiencia a Fabián en un caso así. Solía recibir gente con problemas mentales de cuando en cuando.
Observa a la anciana con ojos compasivos y dice:
—Siempre hay perdón para nuestras faltas, pero no veo que usted tenga alguna, hija. Hasta ahora no me ha dicho ningún pecado concreto. Estas cosas que me dice, trate de no pensar tanto en ellas, en lo posible. ¿Ha ido alguna vez al psicólogo?
—Sí, padre. Cada año me hago el papanicolaou.
Otra risa ahogada, esta vez con mayor esfuerzo.
—Bueno, hija mía, usted no se preocupe que Dios la ama con ternura infinita, y la quiere así como es.
Una mirada de ilusión en el rostro de la anciana la hace ver más joven, inocente, pura y llena de buenas intenciones.
—Gracias, padre—dice conmovida, al instante se pone taciturna y susurra—. No hay que creerle todo a los rusos ni al presidente, porque se viene la tercera guerra mundial, con las armas nucleares que están fabricando, armas químicas y cosas que ni sabemos, mire.
Atónito por el cambio repentino en la señora, y por las extrañas ocurrencias, el padre asiente con la cabeza por cortesía. La absolución sólo es necesaria en caso de que haya pecados, pero como no los hay, el sacerdote traza la cruz en el aire mientras dice las palabras de la bendición. La señora agradece, lo saluda y sale por la puerta rechinante.
La luz que atraviesa un vitral de La Visitación baña la silueta de la anciana mientras abandona el templo, dándole un aura angelical. Afuera, trinan pájaros y un perro ladra en la distancia. Con las manos entrelazadas, el clérigo reflexiona sobre cómo el alma de una persona insana puede llegar a ser cándida ante los ojos de Dios. La oración por la anciana y por todas las personas que padecen patologías similares, brota de los labios del padre, quien comienza a llorar sin darse cuenta.
La puerta se abre con un chirrido y un penitente se sienta. Es un joven asiduo a la parroquia, que reincide en los mismos pecados cada quince días. El padre se seca las lágrimas con disimulo y saluda con una sonrisa al muchacho.
Pablo A. Fernández


Comentarios
Publicar un comentario